En el corazón de la Octava de Navidad, cuando aún resuena el canto de los ángeles y nuestros ojos siguen contemplando al Niño recostado en el pesebre, la Iglesia nos presenta hoy la figura de San Esteban, el primer mártir. La unión de estos dos acontecimientos es una profunda catequesis. La Navidad no es solo la celebración de un nacimiento, sino la revelación del amor de Dios llevado hasta el extremo. El Niño de Belén es el mismo Cristo que será rechazado, perseguido y crucificado; y San Esteban es el primero que comprende y asume hasta las últimas consecuencias este misterio.
La primera lectura nos presenta a Esteban como un hombre profundamente arraigado en el Espíritu Santo, un creyente que ha dejado que Cristo viva en él. Elegido diácono para el servicio de la comunidad, Esteban vive una fe encarnada, comprometida, capaz de unir la caridad concreta con la valentía del anuncio. Por eso, cuando llega la prueba, no responde con violencia ni con odio, sino con una fe firme y un amor que perdona. No muere derrotado, sino sostenido por una esperanza más fuerte que la muerte. Su última oración es un eco directo de las palabras de Jesús en la cruz. Esteban muere como vivió: configurado con Cristo.
El salmo pone en nuestros labios una oración que une a Jesús y a Esteban: “En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu”. Esta frase resume la actitud del verdadero creyente. No es una huida del sufrimiento, sino un acto de confianza total. Quien celebra la Navidad aprende que Dios se ha hecho frágil por nosotros; quien contempla a Esteban aprende a confiar incluso cuando la fidelidad al Evangelio cuesta.
En el Evangelio, Jesús anuncia a sus discípulos persecuciones, incomprensiones y divisiones. Pero también les promete su Espíritu, que hablará por ellos y los sostendrá. San Esteban es la prueba viva de esta promesa cumplida. No fue su elocuencia ni su fuerza humana lo que lo sostuvo, sino la presencia del Espíritu que lo llevó a dar testimonio hasta el final. Se nos invita a perseverar con fidelidad, sabiendo que quien permanece firme en el amor a Cristo alcanza la verdadera vida.
Celebrar que Dios ha nacido entre nosotros significa aceptar que su luz desenmascara las tinieblas y provoca decisiones. El Niño de Belén es signo de contradicción. Acogerlo implica aceptar que su presencia cuestiona nuestras seguridades, desenmascara injusticias y nos invita a optar por la verdad y el amor, incluso cuando esto nos expone al rechazo o a la incomprensión.
El martirio de San Esteban es el fruto de una vida entregada. No se improvisa el testimonio en la hora de la prueba; se prepara en la fidelidad cotidiana, en la oración, en el servicio humilde, en la coherencia entre fe y vida. La fe cristiana no se impone, se testimonia; no se defiende con violencia, se anuncia con la vida; no se sostiene con odio, sino con perdón. En un mundo marcado por la violencia, la polarización y la venganza, el martirio de Esteban sigue siendo una palabra profética. Su muerte es el sello de una existencia vivida desde el Evangelio.
El testimonio de San Esteban sigue siendo actual. También hoy hay muchos cristianos perseguidos por su fe, y muchos otros que, sin derramar sangre, viven un “martirio cotidiano”: la fidelidad al Evangelio en medio de ambientes hostiles, la defensa de la dignidad humana, la opción por la justicia, la honestidad y la reconciliación. San Esteban nos anima a no callar la fe, a anunciarla siempre con mansedumbre, sin odio ni violencia, con un corazón libre y misericordioso.
Estimados sacerdotes, al culminar este tiempo jubilar, quiero dirigirme a cada uno de ustedes con un profundo sentimiento de gratitud. El Jubileo ha sido para nuestra diócesis una ocasión de gracia, de conversión y de renovación interior, y nada de lo vivido habría sido posible sin su entrega generosa y perseverante al servicio del Pueblo de Dios.
Este tiempo nos ha recordado que somos, ante todo, ministros de la misericordia y peregrinos de esperanza. En medio de los desafíos pastorales, del cansancio, de las limitaciones humanas y, a veces, de la incomprensión, el Señor ha caminado con nosotros y ha sostenido nuestro ministerio. Gracias por su fidelidad cotidiana, por las horas entregadas en el confesionario, en la celebración de la Eucaristía, en la escucha atenta de las personas y en el acompañamiento de las comunidades.
La conclusión del Jubileo no marca un punto final, sino un nuevo comienzo. Estamos llamados a custodiar y traducir en la vida ordinaria lo que el Señor ha sembrado en nuestros corazones.
En primer lugar, el Jubileo nos llama a vivir de manera más consciente, agradecida y profunda la vocación sacerdotal. Hemos sido llamados no para desempeñar una función, sino para dejarnos configurar por Cristo Buen Pastor y a expresar nuestra pasión por el Evangelio. Esto implica cuidar con mayor esmero nuestra relación personal con el Señor, redescubrir el valor de la oración diaria, de la celebración fiel y amorosa de la Eucaristía, de la escucha asidua de la Palabra y del sacramento de la Reconciliación. Solo un sacerdote que vive desde dentro su encuentro con Cristo puede sostenerse en medio de las dificultades, el cansancio pastoral y las exigencias del ministerio, y ofrecer al Pueblo de Dios un testimonio creíble y fecundo. No perdamos la alegría del primer amor ni la confianza en la acción del Espíritu Santo.
En segundo lugar, este tiempo jubilar nos ha invitado a ser verdaderos artífices de comunión en el Pueblo de Dios. El sacerdote está llamado a ser signo y servidor de la unidad, no protagonista aislado ni gestor solitario. La comunión comienza entre nosotros mismos, en la fraternidad y el sentido de pertenencia presbiteral, en la capacidad de escucharnos, apoyarnos y caminar juntos, superando individualismos y rivalidades. Se extiende también a la relación cercana y corresponsable con los laicos, la vida consagrada y las diversas realidades eclesiales, promoviendo una pastoral sinodal, un estilo pastoral más cercano y misionero que valore los dones de todos y sane las heridas de la división. Ser artífices de comunión significa construir puentes, generar confianza, cultivar el diálogo y acompañar con paciencia los procesos de crecimiento de las personas y de las comunidades.
Finalmente, el Jubileo nos impulsa a ser testigos luminosos de Cristo para iluminar el caminar de nuestra sociedad. En un contexto marcado por el debilitamiento de los valores humanos y cristianos, nuestro ministerio no puede replegarse ni diluirse. Estamos llamados a anunciar el Evangelio con claridad y misericordia, a iluminar las conciencias desde la verdad y la caridad, a defender la dignidad de toda persona con un renovado compromiso con los pobres, los heridos y los alejados y a ofrecer una palabra de esperanza que oriente el caminar de nuestro país. No como ideólogos, sino como pastores que, desde el Evangelio, ayudan a discernir y a construir el bien común.
La reciente Carta Apostólica Una fidelidad que genera futuro del Papa León XIV, con motivo del LX aniversario de los decretos conciliares Optatam Totius y Presbyterorum Ordinis, es una bella invitación a vivir con alegría la vocación presbiteral y a interrogarnos sobre el futuro del ministerio. Lo hace el Papa desde la perspectiva de la fidelidad, que es a la vez gracia de Dios y camino constante de conversión, para corresponder con alegría a la llamada del Señor. Es clara la conciencia de que “la anhelada renovación de toda la Iglesia depende en gran parte del ministerio de los sacerdotes, animados por el espíritu de Cristo”.
Aconsejo vivamente la lectura y meditación de esa carta pastoral para iluminar nuestro ministerio. Resalto aquí esta cita de su párrafo 5:
“Antes de todo compromiso, antes de toda buena aspiración personal, antes de todo servicio, está la voz del Maestro que llama: ‘Ven y sígueme’ (cf. Mc 1,17). El Señor de la vida nos conoce e ilumina nuestro corazón con su mirada de amor (cf. Mc 10,21). No se trata solo de una voz interior, sino de un impulso espiritual que con frecuencia nos llega a través del ejemplo de otros discípulos del Señor y que toma forma en una elección valiente de vida. La fidelidad a la vocación, especialmente en el tiempo de la prueba y de la tentación, se fortalece cuando no olvidamos esa voz, cuando somos capaces de recordar con pasión el sonido de la voz del Señor que nos ama, nos elige y nos llama. El eco de esa Palabra es, con el paso del tiempo, el principio de la unidad interior con Cristo, que resulta fundamental e ineludible en la vida apostólica”.
Caminemos sostenidos por la certeza de que el Señor nos ha llamado, nos acompaña y sigue confiando en nosotros, en medio de nuestras fragilidades. Encomiendo a cada uno de ustedes a la protección de la Virgen María y de su esposo San José, y pido al Espíritu Santo que renueve en nosotros el don recibido en la imposición de las manos para que sigamos sirviendo con fidelidad y esperanza al Pueblo de Dios que se nos ha confiado.
En esta Octava de Navidad, pidamos la gracia de un corazón semejante al de Esteban: lleno del Espíritu Santo, valiente en el testimonio, humilde en el servicio y capaz de amar hasta el perdón. Que el Niño que nace en Belén nos conceda una fe adulta y comprometida, y que San Esteban interceda por nosotros para que sepamos ser testigos de la luz de Cristo en nuestra vida personal, en nuestras comunidades y en nuestra sociedad. Amén.
- Mons. Bartolomé Buigues Oller, T.C.


